Por qué necesitamos las etiquetas (y por qué no)

Colaboro en esta revista entre otras cosas porque considero que hace una labor de visibilización y normalización de realidades que merecen ser visibles. Y escucho atenta a las críticas, pues son lo que me hace crecer. Asisto a los comentarios de algunos lectores que recriminan a la redacción usar tanto palabras como “lesbiana”, «gay» o “salir del armario” porque consideran que son conceptos de la prehistoria, a la vez que leo las felicitaciones de otros lectores por precisamente lo mismo. Entiendo a todos.

Y es que tenemos el honor de tener varias generaciones de interlocutores, así como varios países del mundo con diferentes realidades socioeconómicas que nos leen y nos dan feedback. Gracias a todos ellos nace este artículo, que trata, desde una visión psicosociológica de mostrar que el debate “Etiquetas sí, etiquetas no” no tiene sentido.Rememoremos el planeta entero hace una centuria, o en el mismo presente en lugares tan cercanos como Chechenia. El discurso de sus gobernantes es claro: Toda la población es unimodal. En este caso heterosexual. Todo lo que rompa esa lógica es una provocación al Estado y a las familias. -Una razón como tantas otras que ha habido en la Historia para exterminar al diferente-. En ese contexto de la diversidad humana, el más primitivo de todos, las etiquetas solo existen como insultos. Tortillera. Machorra. Maricón. Incluso el término “lesbiana” y “gay” suena, pero de manos de sus detractores y con una connotación perversa.

En un siguiente estado de evolución, donde se trasciende el absurdo concepto de correctos e incorrectos, aparecen los primeros valientes que resignifican los insultos haciéndolos propios. Se empoderan de ellos y los repiten hasta la saciedad para que cambien su significación: De palabra con inmensas connotaciones negativas a palabra cómica. De palabra cómica a palabra neutra.

Llegamos al año 2017 en España y nos encontramos con una revista dirigida a familias homoparentales que repite hasta la saciedad la palabra “lesbiana” y «gay» y que tiene un Bollóscopo entre sus páginas. Porque en muchos de nuestros países lectores “lesbiana” y “bollera” todavía tiene inmensidad de connotaciones negativas. Y lo vamos a decir hasta que esto cambie. Los términos “gay”, “lesbiana”, “bisexual”, “transexual” ya no solo están nombrados por personas homófonas para referirse al raro del pueblo. Ahora las usas sus protagonistas y las resignifican. “Lesbiana” ya no es un término casi reducido al porno. Es ahora una palabra que sale con normalidad de la boca de sus protagonistas.

La dicotomía heterosexual-homosexual permitió al principio a los no-heterosexuales existir y defenderse. Las personas que con pánico descubrieron que eran aquello que no se atrevían a nombrar, hicieron su lucha en dirección a empoderarse, acuñar dichos términos y defenderlos. Sin embargo nuestra sociedad siguió evolucionando, por suerte, y principalmente las nuevas generaciones, nacidas en un contexto de libertad donde ser lesbiana, gay o bisexual ya no era un tabú sino una opción, empezaron a encontrar nuevos grises entre los blancos y negros. “Soy pansexual”. “Yo no me defino”. “Soy poliamoroso”. “Soy queer”. Son por fin opciones posibles a las que antes no teníamos acceso. Y es maravilloso.

Hoy en día es casi de dominio público que una persona transexual puede ser heterosexual, homosexual, etc. Que el género no implica una orientación sexual. Que ser transexual no tiene por qué implicar una operación. Que esa chica bisexual con apariencia más masculina SI es bisexual y no lesbiana. Que no hay una sola manera de vincularse afectivamente ni tiene por qué ser, aunque sea lo común, un asunto exclusivamente de dos. Y que ya no es necesario ponerse una etiqueta.

Pero para abandonar las etiquetas primero ha habido que crearlas, darlas nombre y decirlas tantas veces como sea necesario para positivar su significación, igual que Marta Graham, para poder crear el baile contemporáneo y abrir hasta el infinito las posibilidades de la danza, tuvo primero que conocer cada técnica y cada lógica de la danza clásica.

Asistimos a una época donde distintas generaciones viven diferentes realidades conceptuales. Individuos que necesitan saberse y saber a los demás en función de dos categorías, heterosexual y homosexual, e individuos que las trascienden y les resultan cosificantes. Y es que a algunos las etiquetas les han servido para existir. Y otros se han sentido constreñidos por ellas. ¿Mi conclusión? Que cada uno tenga sus propios conceptos a la hora de definirse a sí mismo y escuche al otro desde el aprendizaje y no desde el reduccionismo, respetando su genuina manera de delimitar el arcoiris.

Rocío Carballo

Psicóloga psicoterapeuta

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.plugin cookies

ACEPTAR
Aviso de cookies