El acoso escolar, bullying según la pujante terminología inglesa, es toda forma de maltrato físico, verbal o psicológico que se produce entre escolares, de forma reiterada y a lo largo del tiempo.
Como cualquier otra violencia, tiene una parte visible, directa, que es posible combatir de modo activo y un lado invisible, estructural y cultural, que sustenta a la primera y es mucho más difícil de vencer dado que, al no ser manifiesto, ni se persigue, ni se rechaza.
La sociedad suele ignorar la parte oculta, no la percibe. Falta de percepción que se extiende al maltratador (y su entorno) e incluso el propio maltratado quien, ciego, llega a autoinculparse. «Sí, me ha pegado, pero es que yo le he gritado, o… no le he dado el bocadillo, o… lo he hecho mal».
A primeros de diciembre asistí a una reunión, en un céntrico edificio madrileño, de representantes de asociaciones diversas, preocupadas por el maltrato al menor o al anciano, las ETS, la discriminación en relación al sexo u orientación sexual, la familia…
Uno de los presentes habló del bullying que habían sufrido sus hijos. Era un matrimonio homosexual con dos hijos adoptados. «Morenos», precisó su padre. Razones ambas suficientes para que hubiesen vivido el acoso. Al acabar la reunión, ya en la calle, en el corrillo habitual tras estas juntas, esta misma persona se dirigió a mí, medio sonriendo, y dijo: “Así que tú tienes un hijo de vientre de alquiler”. «Es gestación subrogada», repliqué. “Bueno, yo lo digo así”, me descerrajó.
La educación recibida, la que se oye y ve en la niñez, es la que nos singulariza. Cuando sus hijos conozcan a un compañero de aula nacido mediante gestación subrogada (GS), ¿serán ellos los que miren por encima del hombro, los que acosen? Porque, como a otros se les encamina a despreciar al gay o menospreciar a la mujer, ellos están siendo conformados en la violencia cultural hacia la GS. Y no se ve. Al contrario. Es una enseñanza bien valorada por parte de amplios sectores sociales. Mi interlocutor forma parte de un observatorio contra la violencia. Eso lo dice todo.
Hace un tiempo intentaron contarme un chiste. Fue muy corriente en los años 80, cuando la medicina reproductiva despegaba en España. Entonces se refería, claro, a parejas heterosexuales. Mezclaba la inseminación artificial, el modo de obtención del semen y el riesgo de arder que corren l@s niñ@s de “paja”. Modernizado, ahora el protagonismo lo tenía un matrimonio de lesbianas y sus dos hijos. La acción en Valencia, en Fallas, para que el fuego estuviera presente por doquier.
Lo corté de raíz cuando vi qué chiste era. No estaba dispuesto a que en mi presencia (¡Jo, Pedro, cómo eres, es un chiste sin más, no le busques tres pies al gato, hombre!) se hiciese mofa de unos niños por cómo habían venido al mundo, que se hiciese chanza sobre el “peligro” que corrían de salir ardiendo como ninots falleros. La técnica médica usada para construir algunas familias no puede ser el hilo argumental de una broma —o de un insulto—, ni tema para amenizar las tertulias de taberna. ¿Alguien ha pensado lo que un chascarrillo de esas características puede hacer entre las paredes de un colegio?
No es tan sólo un chiste. También es una forma de exponer a niños y niñas a burlas, a humillaciones. «Vientre de alquiler» no es solo la forma despectiva de nombrar una técnica reproductiva. También es una forma de exponer a niñas y niños a humillaciones, a burlas. Bullying.
Ciertas conjugaciones son inaceptables, sin embargo, se normalizan y usan para justificar discriminaciones. En la GS es “decente” decir lo que se quiera, pues subyace una didáctica que bendice el uso del lenguaje ofensivo y consagra la estigmatización. Niño de vientre de alquiler.
La cultura vuelve lícitas posturas fanáticas en lo religioso, en las relaciones de género, en las relaciones con la naturaleza. En la gestación subrogada. Y funciona. ¡Vaya si funciona! Tanto que incluso, en un ejercicio de ilusionismo lingüístico, el explícito “surrogacy” o “gestational surrogacy” de las publicaciones científicas se transforma, al traducirse, en el peyorativo “vientre de alquiler”.
Mi hijo aún no lee titulares de prensa, pero pronto lo hará. Los leerán él y sus amigos. Leerán, oirán, verán reportajes, artículos de opinión o declaraciones insultándolo, ofendiéndolo. Sembrando la semilla del acoso.
Y mañana, una de nuestras hijas, uno de nuestros hijos, lo sufrirá en su colegio y sobre su cabeza podrá planear la idea del suicido, como ocurre en tantos otros casos. Entonces el dedo señalará a l@s acosador@s buscando solución al problema local, el visible, eludiendo apuntar hacia los verdaderos culpables, a la mano que mece la cuna. Los ideólogos e ideólogas se quedarán arrellanad@s en sus cómodas poltronas parlamentarias; seguirán ocupando altos cargos en partidos políticos; continuarán controlando facciones religiosas ortodoxas o arengando a las masas desde tribunas feministas radicales. No se buscará a ciertos articulistas y sus crónicas (Nunca dejes que la realidad te estropee una buena historia). No se mirará a las agencias intermediarias que realicen publicidad humillante.
Han logrado legitimar toda una violencia cultural, un caldo social donde será posible que niñas y niños piensen que no tienen derecho a vivir porque son fruto de una “explotación”, que se crean merecer los ataques y se sientan sucios por lo que se dice sobre ellos. “Sí, me ha pegado, pero es que yo lo he hecho mal,… yo soy mala,… yo soy indigno».
Que no quepa duda.
Cada vez que una persona, un medio de comunicación o una organización, de cualquier índole utiliza “vientre de alquiler”, está esparciendo desprecio hacia nuestr@s hijos e hijas. Cada vez que desde un puesto político se emplea ese apelativo, se está abonando el terreno para que mañana maltraten a un menor. Cada vez que desde un púlpito, religioso o profano se llama así a la GS, se está incitando al odio.
Arropándose en viejas formas sociales, son maltratadores del más débil. De Niñas. De Niños. Nuestros Hijos.
Prevenir el acoso escolar empieza por eliminar la violencia estructural que lo apoya y justifica y por el respeto en el lenguaje. Por respetar, siempre, a todos l@s niñ@s, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.