Adolescencia y transexualidad: Ni una sola muerte más

Es primavera. La luz nuevamente inundará campos y ciudades. Las palomas volverán, otra vez, a sus arrullos por aleros y tejados mientras, por bajo, los olmos teñirán de verde el paseo de los caminantes. Y, como cada primavera, al norte, donde el río Artibai se hace ría, el sol volverá a rielar sobre el agua, deslumbrando a quienes miren desde el puente viejo.

Ekai no está.

No paseará más las calles de Ondarroa. No dibujará más. No hará fotos ni creará historias. No comenzará bachillerato ni el viento de abril agitará de nuevo su cabello rubio.

Ekai no está. Solo era un niño. Un niño trans. Solo un niño. Proyectos, futuros posibles o imposibles, amores y desamores, hijos, amigos, libros, chupas de cuero… todo ha quedado frustrado por la muerte. Ekai se ha ido y no es difícil imaginar que no ha podido más. Cansado de explicar lo que no debería precisar explicación alguna, cansado de intentar vivir como él deseaba, cansado de esperar una respuesta que no llegaba, ha puesto el punto y final.

Hace unos meses, al acabar una charla sobre preservación de fertilidad, una madre me contaba que su hijo estaba aterrado ante la inminente llegada de la regla y me (se) preguntaba qué podía hacer. Las manifestaciones físicas de la adolescencia llegan con toda su intensidad a estas niñas y niños. Si la pubertad no es fácil para nadie, si la revolución hormonal nos desborda en esos años, no es difícil imaginar lo que conlleva cuando, además, esos cambios se producen en la dirección contraria a la deseada. Hay niñas que odian ver aparecer en su cara el vello que marca el inicio de la barba. Niños que no quieren -no y no- tener la regla. Pero regla y vello y mamas y voz ronca y mandíbula y… todo llega.

Hoy hay recursos para todo esto. Hoy se puede seguir un desarrollo puberal acorde a la realidad del niño o niña. Se puede. Pero precisa de voluntad. Voluntad por parte del sistema sanitario, sí, pero sobre todo voluntad política, voluntad de quienes tienen poder de decisión sobre los demás. Voluntad para que no haya mas casos como Ekai.

Está previsto que en mayo la Organización Mundial de la Salud proceda a despatologizar la transexualidad, aunque la nueva definición seguirá dejando mucho que desear. Como en su día pasó con la homosexualidad, dejará de ser considerada un trastorno. Oficialmente. Porque la enfermedad real, la transfobia, no va a desaparecer solo porque la OMS lo diga. Sobre todo la de baja intensidad. La gran transfobia, la burda y zafia, esa que ejercen grupúsculos como HazteOir, es fácilmente detectable y la sociedad la repudia. Al menos de puertas afuera. En cambio, los pequeños gestos tránsfobos de cada día, la microtransfobia, como sucede con el micromachismo, será difícil de erradicar. La tradición cultural sobre sexo, género, orientación…sigue mezclando conceptos e impregnando el discurso de muchas personas que, con la naturalidad del hábito, ni siquiera ven lo que cualquier niña o niño trans percibe en las palabras nuestras de cada día.

Un ejemplo. Hace unas semanas, en un debate organizado por un grupo de juezas y jueces progresistas, se pudo escuchar a una ponente defender una serie de obviedades (según su propia definición) y afirmar que solo las mujeres se embarazan, que solo las mujeres dan a luz. Y nadie replicó. Porque todo el mundo sabe que eso es así. ¿No? Que mujer es quien tiene vagina y útero y que, si hay pene y próstata, eres un hombre por definición. “Los niños tiene pene. Las niñas tienen vulva. Que no te engañen”. Así rezaban los laterales de un autobús que recorrió, hace unos meses, nuestra geografía. Pura transfobia en movimiento que cosechó un rechazo generalizado ante el odio que transportaba. Pero, cuando ideas similares se difunden en entornos progresistas, quienes antes se escandalizaban, ahora aplauden con fervor.

A estas alturas del siglo XXI hay que recordar, una y otra vez, que hay hombres que gestan y dan a luz a sus hijas, que  hay padres que paren a sus hijos como hay madres que tienen pene y aportan el esperma preciso para su descendencia. No es ya que haya que despatologizar la transexualidad, no es solo que se deje de exigir análisis periciales, evaluaciones psicológicas, psiquiátricas u otras “fe de erratas” para aceptar a la persona transexual y acompañarla en su hacer diario. Es que, si no lo remediamos, seguiremos escuchando obviedades ofrecidas por grupos o personas que, valiéndose de una supuesta supremacía moral, pretenderán seguir educándonos en su verdad absoluta. O, mejor dicho, su verdad absolutista.

Ekai no está. Se fue el pasado febrero y ya no podrá explicar al mundo cómo duelen estas y otras cosas. Cosas como esperar sin esperanza alguna. Tampoco podrá explicarlo Alan, que también marchó una tarde, cuando ya no pudo con más dolor.

¿Cuántos niños trans estarán ahora llorando su rabia y su impotencia en un rincón de su colegio? ¿Cuántas niñas trans golpean ahora su almohada, llenas de angustia y miedo?

Es hora de parar esto. De afirmar que toda persona tiene derecho a decidir su camino. Desde pequeños. Porque cuando se ve a estos niños, a estas niñas, cuando se les oye, es indiscutible que lo tienen claro. Que no precisan de auditorías externas para saber qué quieren. Que no pueden esperar indefinidamente la llamada de la consulta médica. Que la solución no se puede demorar en el tiempo, ni puede negarse en base a moralinas personales del político o sanitario de turno. Que la sociedad, toda la sociedad, no puede seguir permitiendo la tortura diaria que se infringe a estos menores sea por omisión, sea por palabra, sea por acción.

No conocí a Ekai. Como tampoco a Alan. Como no conozco a tantos y tantas. Pero sé que no podemos seguir así. No se lo merecen. Ellas, ellos, esperan respuesta y esa respuesta no puede ser un callejón cada vez más oscuro, más triste, más agrio, un callejón del que solo puedan salir renunciando a existir. Las personas trans no están enfermas. Solo quieren vivir. Su vida. No la de otros. La suya. Y tienen todo el derecho del mundo a hacerlo y a exigir respeto y apoyo. Siempre. Siempre. Siempre.

Ekai, donde quiera que estés, prometo no olvidarte nunca.

Un abrazo.

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