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La suerte de ser padre gay

A finales de agosto, un coche me llevó a la Casa de la Radio, en Prado del Rey. Estaba citado con Marta Gómez, directora del  programa Tolerancia Cero de Radio 5 (@LaGmez), para una entrevista.

Terminábamos ya cuando Marta me preguntó cómo era tener un hijo, qué había significado. Empecé a hablar, a balbucear, me emocioné como me suele pasar cuando hablo de Alonso y dudo que trasmitiese siquiera una parte de lo que es tenerlo junto a mí. Que necesito su respiración para oxigenar mi sangre.

Poco después nos fuimos de vacaciones a la playa.

El paso del tiempo está jalonado por detalles que sirven de referencia. Este verano de 2014 será recordado (entre otras cosas más o menos dulces) porque mi hijo aprendió a nadar. La confianza en sí mismo alcanzó la madurez suficiente para exclamar “¡Ya soy muy mayor!”, quitarse sus manguitos y lanzarse al agua. Eso sí, con prudencia y sin perdernos de vista durante sus primeras incursiones acuosas. ¡Como si nosotros pudiésemos quitarle el ojo de encima!

Hemos construido castillos y puentes de arena, nos ha llevado corriendo y jadeantes tras él por las orillas del Mediterráneo. Nos hemos reído, embadurnado de crema, discutido porque hay que ir a la ducha y disfrutado de estar los tres juntos 24 horas al día.

Somos unos privilegiados, lo sé.

Tenerlo junto a nosotros, sentir su manos que se deslizan en las nuestras para ir saltando y jugando por la calle, escuchar cómo canta o toca la multitud de instrumentos musicales que suele tener siempre cerca es algo que nunca había figurado en nuestros sueños, que en absoluto habíamos imaginado (uno piensa en cómo será el hijo, pero luego viene con su propio curriculum bajo el brazo, su propio plan vital).

Él es eso y más. Supera con creces todo lo que podríamos haber deseado. Es un caudal impetuoso de vida, de amor, de porqués incansables, de risas cómplices.

Le gusta agarrarnos a ambos por el cuello, apretarnos contra su cabeza y susurrar “Os quiero”. En esos momentos la luz se para, el corazón parece titilar y se sabe, con certeza, que lo mejor que se ha hecho en la vida ha sido lograr que naciera. Que fuera nuestro hijo. Nuestro.

Dice el poema de Kahlil Gibran:

Tus hijos no son tus hijos,
son hijos e hijas de la vida
deseosa de sí misma.

No vienen de ti, sino a través de ti
y aunque estén contigo
no te pertenecen.

Lo veo crecer fuerte y feliz, lo veo mío, pero… Pero no lo es. Tener un hijo en realidad es dar la oportunidad a otro de conocer lo hermoso que puede ser estar vivo.

Yo (nosotros) sólo soy el medio por el que ha venido, la lanzadera con la que se tejió la trama y la urdimbre que él es. Tendrá que vivir su vida, llorar y reír, y tendrá que hacer casi todo eso lejos de mí, como antes de él lo hicimos sus padres. Y sin embargo, aun sabiendo que no es mío, que no es nuestro, es lo mejor que poseemos.

Apurábamos las vacaciones cuando una tarde, en la playa, exclamó “¡Ya sé nadar!” “¡Ya se nadar sin padres!”. Fue toda una declaración de independencia. Salió corriendo hacia la ola que se rizaba, blanca, gritando salvaje. Supe en ese momento que empezaba a alejarse de nosotros. Casi sentí un nudo en el cuerpo, pero sólo puede soltar la carcajada al ver su cara de pícaro surgir del agua resoplando espuma y sal.

Volvimos a Madrid justo a tiempo para empezar el curso escolar. ¡Segundo año ya! El tiempo no corre, ¡huye ante mí!

Pedí la mañana en el trabajo para estar con él, por si me necesitaba ese primer día. No. Llegó al colegio, empezó a abrazar a los amigos que no había visto durante el verano, tomó de la mano a su amiguito del alma y, cuando abrieron la puerta de la calle, juntos enfilaron decididos el pasillo hacia el pabellón de infantil sin mirar atrás. El otro padre y yo nos contemplamos entre decepcionados y felices, que es difícil saber que se siente en estos trances.

La puerta del colegio se cerró y madres y padres nos quedamos contándonos los quehaceres del verano. Marchábamos ya cuando escuchamos risas y una gran algarabía. ¡Qué vivos se les siente!

Marta, tampoco ahora sé si lo he sabido explicar bien.

No creo que se pueda expresar qué es ser padre, porque definir sentimientos y energías es muy difícil; porque brota de los adentros y esos brotes son muy personales. Sólo puedo decir que mi vida toda, lo pasado y lo por venir,  tiene sentido gracias a que él corre por la calle gritando “¡No me pillas!”.

Y… no, no quiero pillarlo. Sólo quiero verlo volar, chillar, reír, silbar. Ver cómo lanza al aire las mazas imaginarias de sus mágicos juegos malabares.

***

En estas ando cuando Eleonora Lamm, esa mujer fantástica, me manda un fallo judicial de Brasil, del Estado do Rio Grande do Sul. La sentencia concede una filiación múltiple. Un matrimonio de dos mujeres que deciden junto con un hombre tener un hijo entres los tres. Y el Juez lo entiende y sentencia que sí, que se proceda al reconocimiento de esa multifiliación. La motivación de su sentencia empieza con estas hermosas palabras:

«Na riquíssima experiência de um lustro de Jurisdição exclusiva de Família, pronunciava às pessoas, diária e diuturnamente, das poucas certezas que tinha: que afeto demais não é o problema; o problema é a falta (infinda, abissal) de afeto, de cuidado, de amor, de carinho.»

Afecto, afecto, afecto…

***

Alonso viene  corriendo por el pasillo y, de un brinco, se agarra a la cintura de mi marido. Le oigo susurrar “Te quiero mucho, papá”.

El mundo hay veces que logra parecer casi perfecto.

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