[Lee aquí el cuento n.º 1]
Con la vida en las manos – La fiesta de fin de año
Lo de las terapeutas fue en setiembre. En octubre Lu y Elisa se casaron. Fue un día hermoso. Fede estaba feliz. Con una olla dada vuelta y una cuchara, fue el percusionista de la banda musical, improvisada por la propia Lu.
A mediados de diciembre Elisa tenía mucho trabajo. Le habían solicitado presentar un libro, con fecha a concretar. Lamentablemente, terminó por coincidir con la fiesta de fin de año del colegio de Fede. Era un día que le correspondía estar con el padre. Lu, que es buena con la manualidad, le hizo el traje y una guitarra eléctrica de cartón, pues la maestra le había elegido el papel de músico, muy adecuado para él. Elisa le explicó a Fede que tendría que irse un poquito antes, que no la vería a la salida. Lu y Elisa fueron juntas. Allí se encontraron con Fede, la hermana y el padre. Lo cambiaron. La fiesta comenzó. Apenas comenzada la actuación de Fede, Elisa tuvo que retirarse, volando, en un taxi, llegó un poco tarde a presentar el libro. Cuando termina de presentarlo recibe la llamada angustiada de Lu.
A la salida, Fede empezó a decir que quería irse para lo de la madre. El padre le dijo que le correspondía estar con él. Fede es muy obstinado. Le dijo que quería irse con Lu, que quería irse para lo de su madre. El padre le dijo que él era el padre y que era jueves y que tenía que estar con él. Fede dijo que quería irse a lo de su madre. El padre lo agarra por la fuerza. Fede le dice “Hijo de puta, quiero irme con mamá”. Fede llora mucho. Mucha gente cree que los niños autistas no tienen sentimientos, pero es un grave error. Tienen sentimientos muy fuertes. Y los defienden con violencia. El padre se lo llevó por la fuerza. A mitad del corredor, Fede lo patea y grita y llora e insiste en irse con su madre. Así que el padre lo baja, lo empuja contra la pared. Lo sostiene desde el cuello. Le dice: “Vos te venís conmigo”. Lu se acerca para ayudar a Fede a hacer el proceso necesario para aceptar irse con el padre. Porque si el padre se hubiera tomado el trabajo de conversar, de dejarla a Lu hablar, de explicarle que el viernes vería a su madre, que se quedara tranquilo, quizás hubieran logrado que Fede se fuera por las buenas. Lu lo sabía, porque lo conoce. Es cierto que hacía sólo un año que estaba en contacto con él, pero lo sabía. Es una cuestión de modalidad, resolver las cosas con tranquilidad y paz. Sin embargo, Lu no tuvo esa oportunidad. El padre se puso violento. No la dejó ni despedirse. El padre vuelve a cargarlo por la fuerza. Imposibilitada de hacer algo, Lu trata de perder de vista a Fede. Se pierde entre la multitud de padres. Sin embargo, ya en la calle vuelve a verlo, como una bolsa de papas, colgado del hombro de su padre, llorando, gritando, pataleando.
Cuando Fede vuelve a la casa de la madre le cuenta todo lo que pasó después. Que el padre lo metió a la fuerza en el auto. Que le puso el cinturón. Que con el auto en marcha Fede se sacó el cinturón. Que pateó hasta romper un vidrio del auto. Que tuvieron que detenerse. Que el padre estaba muy enojado. Que la que estaba peor era Pati, la hermana. Que no se le paraba la tristeza a Pati. Que la tristeza le duró toda la noche. Que llegó la hora de dormir y seguía diciendo que quería irse con la madre. Que no se podía dormir. Que el padre entró al dormitorio oscuro. Su sombra, gigante, se proyectó sobre la angustia del niño. Le dijo: “Dormíte”. ¿Quién puede dormir así? “Quiero que papá se muera y no quiero verlo nunca más”, fue el final del relato de Fede. Elisa sabía que estaba exagerando, que estaba enojado. Pero un hombre que no entiende con palabras tendrá que entender de otra manera.
Fede no volvió a lo de su padre por cuarenta días. Los cuarenta días más largos de su vida. Hermosos, con los niños en casa, tranquilos. Pero también angustiosos, con un proceso judicial en marcha, lleno de interrogantes y miedos. Con todas las etiquetas y vulnerabilidades en contra de la madre. Ser mujer. Tener poco dinero en el bolsillo. Ser lesbiana. Ser artista. Y para colmo, haber tenido la osadía de casarse y ser feliz sin esconderse.
Elena Solís
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