Gerardo Darriba se casó con I.P.M. en 2005. “No me atrevía a salir del armario, a asumir lo que era, y pensé que si me casaba y tenía una familia me podría olvidar de esto. Pero me equivoqué”. Gerardo se sentía una mujer. Cuando ya no pudo más, comunicó a su esposa su intención de cambiar de sexo. “Le propuse que siguiéramos juntos por nuestro hijo, nacido en 2007, pero ella no quiso. Nos separamos en julio de 2012. Entonces yo estaba muy mal, con una profunda depresión. La presión era enorme: de mi mujer, de su familia, de la mía, que nunca me ha apoyado…”. Por eso, explica, accedió a firmar una cláusula en el convenio de separación que decía que “ante la situación psicológica y personal que estaba sufriendo por sus problemas de identidad sexual” solo vería a su hijo si acudía con “apariencia masculina”. Después de un año recibiendo hormonas asistido por la Unidad de Tratamiento de Identidad de Género de Asturias para convertirse en mujer, eso es imposible.
Gerardo ahora es y tiene la apariencia de Laura. “Hoy no tengo ningún problema psicológico más allá de la enorme pena de no ver a mi niño”, cuenta Darriba, de 43 años. “Este año, por no ir disfrazado de hombre, mi ex solo me ha dejado verle tres veces: una en febrero, otra en abril y la última en septiembre”, asegura.
Su ex niega que le impida ver al pequeño: “Solo le pido discreción. No quiero que vaya a recoger a mi hijo al colegio de curas con una falda o vestido y que se rían de él. ¿Qué le cuesta atarse el pelo y ponerse un chándal? Tengo que proteger a mi hijo”, explica a EL PAÍS.
Su exmujer: “No quiero que vaya a recoger a mi hijo al colegio de curas con una falda o vestido y se rían de él”
Darriba ha denunciado a su ex para cambiar esa cláusula que le obliga a ver al niño con “apariencia masculina”. “No quiero tener que disfrazarme de hombre para poder ver a mi hijo. Soy una mujer: desde que me levanto hasta que me acuesto. Ahora me llamo Laura, y eso no cambia que mi hijo siempre va a ser mi hijo, mi sangre. Quiero que me quiera como soy”, explica. “Ir disfrazado, mentirle, es mucho peor. Y además, ¿quién va a decidir si voy suficientemente caracterizado de hombre? ¿Un policía? ¿Mi ex?”.
Un juez revisará el régimen de visitas del niño, que ahora tiene siete años. “Lo único que pido es que dejen que mi hijo decida por sí mismo si quiere verme, si me acepta. Y con el apoyo psicológico y el seguimiento que haga falta”, afirma Darriba. “Conmigo el crío está feliz. Con cuatro años empezó a hacerme preguntas, y yo le he ido explicando que ahora soy Laura, que puede llamarme papá… Soy su papá y lo seré siempre. Si no me aceptara o sufriera, yo esperaría. Pero hasta ahora no hemos tenido ningún problema”.
Darriba insiste en que nunca ha querido hacer daño a su exesposa. “Ella se llevó una sorpresa, no sabía lo que me pasaba y yo me equivoqué al pensar que casándome y formando una familia podría olvidarlo. Ella pensó que me echaría atrás, pero esto no funciona así. No es un capricho”.
Su exmujer asegura que lo ha pasado muy mal y que ahora solo le preocupa el bienestar del niño. “Yo me casé con un hombre, tuve un hijo y mi hijo tenía un padre. Era muy feliz. Hasta que un día me dijo: ‘Quiero ser una mujer’. El shock fue tremendo”.
Darriba lleva un año de tratamiento hormonal. Los psicólogos llaman a este periodo “el test de la vida real” (previo a la operación de cambio de sexo), que consiste en comunicar al entorno la nueva identidad y comportarse como una mujer. En su DNI todavía figura como Gerardo porque la ley de identidad de género (2007) permite cambiar el nombre antes de la operación, pero solo tras al menos dos años de tratamiento hormonal. “Esto me ha causado muchos problemas. Si encontrar trabajo es difícil para cualquiera, para las transexuales más. Yo lo tengo especialmente complicado porque me dedicaba a la construcción, un trabajo muy físico, y el tratamiento hormonal debilita mucho”.
La batalla de Alexia
Existen muy pocos casos en España de padres transexuales, pero uno de ellos llegó a Estrasburgo. Alexia Pardo batalló en todas las instancias desde que un juzgado de Lugo estableció, en 2004, que solo podía ver a su hijo en un punto de encuentro, controlado por psicólogos y ante la madre del niño. “¡Vigilada, como si fuera una delincuente, uno de esos padres sospechosos de abusos!”, recuerda 10 años después, aún indignada. “Me arruiné. Cada informe psicológico que aportaba eran 1.500 euros”. Y eso que el abogado que la asistió en el Constitucional y en Estrasburgo, Manuel Ródenas, no le cobró.
Alexia, entonces Alex, se casó en 1997 con Patricia Q. F. En septiembre nació su hijo y en 2001 se separaron. Tres años después, su exmujer solicitó la suspensión de las visitas alegando que el padre de su hijo no se interesaba por él y se estaba sometiendo a un tratamiento para cambio de sexo y que se vestía de mujer. La juez preguntó al niño y este contestó que le gustaba estar con su padre, aunque prefería que no se maquillase, según recoge la sentencia. El informe pericial elaborado por una psicóloga aseguró que, debido a la “inestabilidad emocional” de Alexia, un régimen normal de visitas podría ser “un riesgo” para el niño y recomendó la vigilancia en el punto de encuentro. La decisión no obedecía “a la transexualidad en sí misma”, aseguraba. Una coletilla que se repitió en sentencias posteriores. El juzgado de primera instancia de Lugo impuso el régimen de visitas que recomendaba la psicóloga, pero negó, como decía la madre, que Alexia hubiera desatendido al pequeño.
Alexia recurrió alegando «vulneración del principio de prohibición de discriminación por razón de sexo».El psicólogo que la atendía desde 2004 declaró que era «emocionalmente estable», pero la Audiencia Provincial de Lugo desestimó el recurso en mayo de 2005 por entender que un sistema normal de visitas «supondría un riesgo para la salud normal del menor», quien, «progresivamente», pronosticaba el tribunal, «se habituará a la decisión del cambio de sexo adoptada por su progenitor».
Los informes de las psicólogas que vigilaban las visitas en el punto de encuentro eran buenos y se fue ampliando el tiempo que Alexia pasaba con su hijo. «La madre solo fue un día porque las psicólogas se dieron cuenta de que el hecho de que estuviera presente no era bueno, aumentaba la tensión», explica esta transexual gallega. En 2006, Alexia empezó a ver a su hijo sin vigilancia, incumpliendo la sentencia. Pero aún así llevó su caso al Tribunal Constitucional. “Quería que la justicia reconociera que era una discriminación. Recurrí por las transexuales que vinieran detrás de mí”, explica. En 2008, el alto tribunal admitió su recurso de amparo. El fiscal la apoyó por entender que no había «justificación objetiva» para restringir las visitas y que, pese a negarlo, las instancias anteriores habían decidido hacerlo debido a la orientación sexual del padre, por lo que consideraba «infringida la prohibición constitucional de no discriminación».
El Constitucional, no obstante, falló en contra, argumentando que «cuando lo que está en juego es la integridad psíquica del menor» no es necesario «que se acredite» ese daño psicológico al niño «para poder limitar los derechos del progenitor», sino que basta la posibilidad de que pueda producirse. Es decir, que exista «un riesgo consistente en la alteración efectiva de la personalidad del hijo menor merced a un comportamiento socialmente indebido de su progenitor, bien sea por la negatividad de los valores sociales o afectivos que este le transmite durante el tiempo que se comunican, bien por sufrir el menor de manera directa los efectos de actos violentos, inhumanos o degradantes a su dignidad ocasionados por el padre o la madre».
Alexia recurrió entonces al Tribunal de Estrasburgo, que en noviembre de 2010 avaló la decisión del Constitucional ante el «riesgo para el bienestar psicológico del niño y el desarrollo de su personalidad».
“Afortunadamente, hoy tengo una relación maravillosa con mi hijo”, asegura Alexia. “Él me ha aceptado siempre y cuando cumplió 12 años pidió normalizar la situación. Presenté una nueva demanda y en 2013 su madre y yo por fin llegamos a un acuerdo”. Para entonces, D. P. Q. había cumplido los 16. Cuando sus padres se separaron tenía cuatro años.
Fuente: El País