Padre a los 50 años por subrogación

En agosto y en Jaén el calor es espeso. En el comedor, mi madre habla de sus planes de futuro para mí, cuando “rehagas tu vida, hijo”.

Sé que debo hablar, que no puedo demorar más el momento.

—Mamá, nunca me voy a casar. Nunca tendré hijos.

En mi viaje de ida (por amor) y vuelta de la heterosexualidad había construido unas realidades que ya no eran las mías. Pero las palabras que dije aquella tarde sí eran reales. Sabía, como todo el mundo sabe, que mi decisión me cerraba puertas.

Ni se casan ni tienen hijos.

Mi madre lo llevó con dignidad, no penséis. Sólo exclamó, con pesar: “Pero hijo, ¡esa es una vida muy triste!”. Yo entonces no sabía cómo era, pero sí que era la vida que quería tener.

Cuando casarse se convirtió en una posibilidad, para pasar a ser un proyecto y al final una ley de carne y hueso, el mundo dio un giro radical y el hombre que desde hacía unos años compartía esa vida (al que mi madre adoraba, sin que le pareciéramos para nada tristes) comenzó a pensar en matrimonio.

Nos casamos en 2008.

Pero no fuimos los primeros, claro. El año anterior se casaron Rafa y Pierre. Una boda hermosa, con muchos invitados, y original, porque ellos son así. Para empezar nos separaron a las parejas, de modo que me vi sentado en una mesa con personas a las que no conocía de nada y, junto a mí, un hombre con una niña pequeña. Varias mesas más allá lo veía a él, sentado junto a otro chico que tenía a su vera otra niña, igual de pequeña, de unos 3-4 años. El parecido entre ambas era evidente. Acabábamos de conocer a Manuel y Marcos y a sus gemelas.

Vimos que era real. Que era posible. Que los sueños a veces se tornan sólidos y comienzan a respirar en nuestra sangre y en nuestras vidas. Que hay cosas que, no por dificultosas, son inalcanzables. Los que me conocen ya saben las veces que repito al día que sólo se logra aquello que se intenta, aquello por lo que se pelea. Lo he aprendido muy bien.

No tenía que resignarme a ser estéril por ser homosexual. No tenía que resignarme a no tener hijos porque mi futuro marido fuese un hombre.

Como decía, nos casamos en 2008. En diciembre de 2009, el día de la Inmaculada Concepción (la vida tiene sus caprichos, lo creáis o no) unas pocas células empezaban a duplicarse y nosotros juntábamos las manos, casi sin respirar, esperando el milagro. Y el milagro vino. En agosto de 2010, en California, nacía nuestro hijo.

Ella es perfecta.

La mejor gestante que uno pueda tener. Por su sonrisa, por su amor y generosidad, por esas hijas fascinantes que tiene y con las que, no me preguntéis cómo, lograba hablar, pese a sólo decir poco más que yes (en mi adolescencia estudié francés; lo del inglés aún está en trámite).

La noche que nos conocimos, sobre el mantel blanco de aquel restaurante californiano, mientras las luces y las velas jugaban con las copas y los platos, ella nos miró a los ojos y supimos que sí, que deseaba hacer eso por nosotros.

Siempre me emociona revivir aquel momento, cuando su mirada limpia y verde nos rodeó.

Ella es cálida.

Mi madre, unos meses después, vio su foto y la besó murmurando “gracias”. Y, hoy, continúa diciendo que le habría gustado estar en mejores condiciones físicas para viajar, llevarle en persona un regalo y darle un beso de verdad. Un beso que en su cabeza ha dado muchas veces.

Los seres humanos podemos ser definidos de muchas formas. Yo me defino como cincuentón, hombre, hijo, hermano, amigo (y enemigo, que seguro lo soy también), flaco, homosexual, médico, ginecólogo (vivo por, de, para y con las mujeres), enamorado de mi profesión, tío y sobrino, cocinillas, Fuentes (nuestras parejas dicen que ¡cómo somos los Fuentes!), ex pinchadiscos, rubio (bueno, dejémoslo en canoso…) y, especialmente, un hombre casado. Un casado enamorado del mejor hombre que la vida le ha puesto por delante.

Pero sobre todo, por encima de todo, más allá de todo lo demás, soy PADRE.

Y ese hijo, que la vida y mi marido me han dado, es lo que de verdad, de un modo tajante, completo y absoluto me define. Él me hace ser lo que soy, como soy.

En diciembre, Jaén puede ser gélido… o no. En el salón se ha colocado el árbol y sus luces parpadean. Un belén reposa sobre el mueble mural, como todos los años. Bandejas y platos con turrones y mantecados aparecen por cualquier sitio, acompañados por coloridas botellas de licores que nunca tomamos, pero que siempre están.

Mi hijo, pandereta en mano, ha repartido, tras colocarlos en fila, instrumentos a tíos y primos. Su abuela, tras él, está dispuesta para el desfile, olvidando su artrosis y sus vértebras aplastadas. Él empieza a tocar, marcando su ritmo, y todos marchan por el pasillo cantando (gritando) “Ande, ande, ande la ‘manimonena’, ande, ande, ande que es la Nochebuena…“

Cuando nació se lo acerqué para que lo viera. Ella lo  miró sonriendo y exclamó:

It´s a perfect boy.

Es verdad.

Me llamo Pedro Fuentes Castro. Junto con mi marido, Javier, somos padres gracias a una Técnica de Reproducción Humana Asistida llamada subrogación.

Pedro Fuentes es Licenciado en Medicina y Cirugía por la Universidad de Granada

Especialista en Obstetricia y Ginecología por la Universidad Autónoma de Madrid

Doctor en Medicina por la Universidad de Alcalá de Henares, Madrid

Jefe de Sección de Ginecología y Obstetricia del Hospital Universitario Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares

Vicepresidente de la Asociación de Familias por Gestación Subrogada SonNuestrosHijos

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