Carta de una madre lesbiana divorciada

Desde mi separación mucha  gente me  ha  hecho esta misma pregunta: ¿Cómo estás?

Simple,  concreta, directa…Mi  respuesta es  siempre   la misma: «Bien, mejor, gracias»

Hace  poco más de un año mi vida se paró de repente. Se hizo la oscuridad.

Nadie  que  no  lo haya  vivido sabe por  lo que  se  pasa cuando te enfrentas a un divorcio. Y menos a un divorcio como el mío, con una niña pequeña de por medio.

Desde hace  más  de  un  año  me enfrento a  situaciones nuevas   cada día.  Ese   tipo de situaciones que  nunca, nunca   en   mi vida,  me  hubiera  llegado   ni   siquiera a imaginar.

girl-690327_640Supongo que  cualquier persona, en un momento dado, es capaz de pensar «¿Qué pasaría si ahora rompiera con todo? ¿A qué situaciones tendría que enfrentarme?». Yo, cuando aún estaba casada, lo pensé en alguna ocasión. Lo  pensaba  y  automáticamente  lo  descartaba.  Veía tantas cosas a las que debería enfrentarme que me daba miedo. Ahora, desde el otro lado, veo que estaba ciega. Las  situaciones que  imaginaba  no  eran  nada. Eran  las pequeñas olas que se mueven en la superficie del mar. A mí, un  18  de  septiembre, me pilló un  tsunami. Uno  que vino desde kilómetros, que  cogió  fuerzas mar adentro y que  arrasó con  todo lo que  encontró a  su  paso. Una marea  horripilante que viajó a cientos de kilómetros por hora por  debajo de  una  superficie en aparente calma y se lo llevó todo. Sin avisar.

Y me encontré de  repente perdida, dolorida,  hundida.

No sabía  qué  hacer, hacia  dónde mirar.  Me  invadió  el pánico y entré en shock. Y de repente me di cuenta que el pánico no  era  por  mí, ni por  lo que  iba  a tener que pasar. Sentí  pánico por  mi hija. Tres  años y medio  de puro amor  y alegría que  iba a tener que  enfrentarse a una  de  las situaciones más duras de  su  vida sin previo aviso, sin tener culpa de nada.

Explicarle  una   separación  a  una   niña  de   tres  años cuando tú estás rota por  dentro es difícil,niño esperando muy difícil. No quieres llorar, intentas no  hacerlo. Me viene a la mente una  conversación con  la profesora de  mi hija en la que nos decía  que teníamos que hablar con ella, explicarle la situación. Yo le  comenté que  me era  imposible,  porque no  iba a poder contenerme e iba a terminar llorando y entonces ella  me dijo que  no  pasaba nada, que  la  vida era  así, dulce a veces,  muy dura otras, y que  ésta era  la vida que  nos  había  tocado vivir. Que si lo hacíamos así no   nos arrepentiríamos.   Le   hice   caso,  y   no   me arrepiento.

Finalmente terminé hablando con ella, un día antes de las  vacaciones  de   Navidad.   Y claro, acabé  llorando. Acabamos las dos  llorando, abrazadas. Y en ese momento entendí que  lo que no  nos  mataba nos  hacía más  fuertes. Sentí  una  conexión profunda con  mi hija. Hablamos, lloramos, nos  entendimos, nos  levantamos y continuamos.

Conversando una noche con una amiga intentaba explicarle como  me sentía cuando mi hija no estaba. La mejor  expresión que  me  vino  a  la  mente fue  «letargo emocional». Cuando ella se  va  siento que  desconecto emocionalmente. Es como un apagón. No hay luz, no hay ruido,  todo se ralentiza. Evidentemente nada se para, la vida sigue, pero la sensación de vacío es tan grande que es  imposible  de  llenar. La  gente me dice  que  tampoco está tan mal, que  puedo aprovechar para hacer otras cosas. Evidentemente así es. Pero no es lo mismo hacerlo por   gusto  que   por   necesidad.  Me  encantaría  tener tiempo para mí, pero que  este no  fuera a costa de  no poder estar con  mi hija. Es  difícil de  explicar e imagino que más aún de entender.

Hay tantas cosas que  he ido descubriendo con  el día a día.

Entendí por  la fuerza que  estar separada de  mi hija me rompía  el alma. Me la sigue  rompiendo aún  cada vez, y creo  que  será así siempre.  Se  me parte el corazón dos veces al mes, durante cuatro noches y cinco días.

Aprendí que  puedes volver a tener muchos  miedos  que ya creías superados. Volví a obsesionarme con levantarme por  las noches para ver si respiraba. Tenía  la profunda convicción  de  que  al estar yo sola con  ella en casa le iba a pasar alga mientras yo dormía y no me iba a enterar hasta  el  día  siguiente.  Volví  a  dormir  alerta, despertándome con cualquier ruido.  Volví a usar  el intercomunicador.

Lloré tanto la primera  noche que  se fue  a dormir a otra casa que  pensé que  no podría soportarlo. Pero lo hice. Después me di cuenta que  sí una  noche me parecía un horror, tres eran el mayor castigo.

Aprendí que los días eran  muy largos y que el silencio en casa me ahogaba, así que  huía,  lo más lejos que  podía, para no enfrentarme a la soledad.

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Aprendí también a perder el control sobre mi hija. A no saber  dónde  estaba,  ni  con   quién,   ni qué   estaría haciendo. Cosas tan simples cómo  sí habría comido  ya, qué habría comido, si estaría lo suficientemente abrigada.  También   aprendí  a   escuchar  cosas  que   no   quería, porque, por suerte o por  desgracia, tengo una  hija que lo cuenta todo, para bien o para mal.

Me  resigné  a  pensar que  todo el  tiempo  que  se  me privaba  de  estar con  mi hija  ella  lo  pasaba con  otra persona que  no  era  nada de  suyo. Llegué a odiar  a esa persona, a  ambas, por, de  alguna manera, quitarme lo que más quería.  Sentía tanta impotencia.

Aprendí a  vivir  con  la  resignación, y  luego  aprendí a transformar esta resignación en pensamientos positivos.

Ya  no   odio,   porque  decidí   no   hacerlo.  Llegué  a  la conclusión de que no me servía para nada.

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Vi  el miedo  al encontrarme enferma y sin fuerzas y no tener más remedio  que  levantarme y seguir.  Me asusté cuando una  noche pensé que  tenía que  irme al hospital porque me  ahogaba, no  podía respirar. En  mi mente visualicé a las personas que debería despertar a las tres de  la mañana  sí eso  ocurría. Pensé en la gran  suerte de tener a mis padres y hermana tan cerca. Finalmente me di cuenta que estaba sufriendo un ataque de ansiedad. Me calmé, respiré lentamente y me repuse.

Hago   maletas.  Hago   muchas   maletas.  He  tenido que comprar  más   ropa.  He   aprendido  a   gestionar  las lavadoras de  una  manera  muy eficiente. Debo calcular qué  ropa le pongo cada día, y qué  ropa quedará limpia según la que  gaste, para que  el fin de  semana que  se vaya tenga la ropa disponible y tenga suficiente cuando vuelva mientras lavo la sucia.

Hablo  por  teléfono más de  lo que  me gusta. Y muchas veces menos de lo que quisiera. Porque no me olvido que hablo  con  una  niña de  cuatro años y medio,  que  habla por  los codos menos cuando le pones un teléfono en la oreja.  Entonces se queda muda  y sorda. También  a eso me  he acostumbrado.  A  estar todo el  día  deseando llamarla  y  que  cuando llega  el  gran  momento te dice cuatro palabras porque se va a ver las Tortugas ninja. Y conformarme con eso.  Y sentirme contenta con eso.

He aprendido a odiar  las vacaciones, los puentes y cualquier festividad escolar. Soy  consciente de que durante muchos  años de  aquí en adelante esto va a ser así. En los puentes rezas por tener suerte y que te toque la  niña,  como  si  fuera la  lotería  de  Navidad.   En  las vacaciones la repartes, como si fuera un trofeo a compartir a dos  bandas.

Me  he  resignado a  saber que  nunca  voy  a  pasar una cena  de  Nochebuena con  mi hija.  Al  menos  no  en  un horizonte  cercano.  Pero  sé   que   siempre   tendremos juntas nuestra comida de Navidad.

Con  todo esto, decidí  simplemente seguir  adelante con mi vida, una en la que estamos mi hija y yo, una en la que ser  feliz  es  lo  más  importante. Una  en  la  que  no  cabe nada más  que  no  sean  juegos, comunicación, risas   y amor.

Me he  dado cuenta de  que  estando las dos  solas nos entendemos de  maravilla. No discutimos. Compartimos momentos juntas. Hablamos mucho.  Nos decimos continuamente cuánto nos queremos. Hemos  creado un vínculo que de otra manera  hubiera sido distinto.

En resumen, he aprendido que  la vida puede enseñarte su  lado  oscuro, pero si  eres   capaz de encontrar  un punto de  luz y aferrarte a él con  todas tus fuerzas, la claridad llega casi por sorpresa, llenándote de  alegría y pudiendo  disfrutar  de   todas  las  maravillas  que   aún quedan por descubrir.

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