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Los hijos de la transexualidad

Me disponía a hablar, hace algo más de un año, con una mujer ingresada por un cáncer de ovario. Su hija, casi en la puerta de la habitación, me detuvo para señalar varias cosas. La primera, y fundamental, que su madre era una mujer muy, muy frágil. No quería que le dijese, de ninguna de las maneras, que tenía cáncer ni, por supuesto, le hablase de quimioterapia o de otros tratamientos oncológicos. “Si le dice eso a mi madre, la mata”, resumió, protectora y segura de lo que afirmaba. Yo asentí con la cabeza y me giré para entrar. Allí, esquinada tras la puerta, estaba la paciente. Se volvió hacia la cama mientras yo cerraba. Se sentó. Me miró con unos ojos claros, casi translucidos, y espetó: “Nunca imaginé que mi hija me considerase tan tonta”. En verdad, la palabra no fue exactamente «tonta», si no algo bastante más castizo.

He recordado esta conversación a raíz de la historia de Laura Darriba, esa mujer transexual, y lo que su vida representa.

“Solo le pido discreción. No quiero que vaya a recoger a mi hijo al colegio de curas con una falda o vestido y que se rían de él. ¿Qué le cuesta atarse el pelo y ponerse un chándal? Tengo que proteger a mi hijo”, explica la madre del niño.

No tengo la menor duda. Una madre, como un padre, busca lo mejor para su hijo. Ella cree que lo protege mintiendo e inventando una biografía paralela que narrar al niño y a su entorno.

No es así.

¿Quién dejaría a su hijo caminar, con los ojos cerrados, por el borde de un precipicio? No se puede crecer y vivir en la falsedad, no se puede generar un mundo de ficción porque, más antes que después, la realidad nos alcanza con toda su dureza y el niño, a veces convertido ya en hombre, se encuentra sin elementos de blindaje, sin ideas que lo refuercen, sin referencias y sin una historia coherente que explique y ponga cada elemento en su lugar.

Mañana, dentro de un mes o el año próximo, alguien, en algún lugar, es posible que le grite “maricón”, “hijo de mariquita” o algo parecido. ¿Qué hará entonces el niño, el adolescente, el adulto, si la única herramienta aprendida es la ocultación, el fingir que «eso» no existe?

Sólo verá una salida: correr. Correr, ahogado por el coro de risas y gritos de los insultantes, a refugiarse en su cuarto llorando su dolor en solitario.

La sociedad española fue educada durante décadas en el disimulo y la mentira. Que no se vea, que no se sepa, que nadie diga. Se podía ajusticiar a garrote vil, pero se acudía a misa los domingos. Se podía pegar a una mujer, pero era en ejercicio de las obligaciones matrimoniales. Se podía perseguir y encarcelar al homosexual, pero era para curar su desviación. Todo por el bien de las almas del sacro solar patrio. Los años han pasado. Nos declaramos una sociedad plural, diversa, libre. Pero las semillas de aquel ideario siguen brotando pese a que hieren justo donde más se quiere evitar el tormento.

Son muchos los estudios realizados sobre el conocimiento, o desconocimiento,  por parte de los niños de su propia historia. La conclusión es que la edad del niño cuando se le comunican sus orígenes y la forma de esa comunicación condicionan su reacción. Los niños pequeños tienden a mostrar curiosidad y el deseo de descubrir más, de saber, pero asumiendo la realidad, integrándola en su vida. También los adolescentes jóvenes suelen desear conocer más acerca de sus padres y la definición sexual de estos si se les ha ocultado antes, de modo similar a lo que se ha descrito sobre personas adoptadas que buscan sus raíces. A esta edad la respuesta es algo más que simple curiosidad, aunque no suele incluir elementos nocivos. Por el contrario, los que conocen su origen en la etapa adolescente tardía o adulta, sobre todo si el conocimiento es accidental, por comentarios de terceros, o por circunstancias adversas, como un divorcio, muestran las respuestas más negativas, con ira hacia sus padres y sentimientos de traición y desconfianza.

Lógico. Descubrir que las personas que más quieres, en las que has confiado siempre, tus padres, te llevan engañando toda la vida no es fácil de asumir. Los expertos consideran que el niño, a los 7 años, debe conocer su historia y la de sus padres. Esto es así para todos los casos, se trate de niños adoptados, nacidos mediante tecnología reproductiva o fruto de una relación que el tiempo y las evidencias personales volvieron inútil, como es este caso.

Laura, como muchos antes y después que ella, se equivocó y causó daño a otra persona. Cometió un error, sí. Gracias al cual hay una nueva vida con todo un futuro por delante.

Responder a un dolor provocando uno nuevo nunca dio fruto alguno. Al niño no se le protege encerrando en un armario a su padre o a su madre.  Los armarios no arreglan nada. Se le protege con la educación y la verdad.  Se le protege respondiendo todas las preguntas. Se le protege reclamando que en el colegio se lean cuentos como Tres con Tango, Oliver Button es una nena, El libro de Daniela o Rey y Rey. Se le protege exigiendo que se eduque en los derechos humanos, en la riqueza que supone la diferencia familiar y personal. Que se enseñe que la vida (o Dios) en su infinita sabiduría, nos ha hecho diversos y que esa diversidad es, bajo todos los aspectos, normal.

Ocultar, enmascarar, fingir  y falsear la vida y las personas. Esa es la filosofía que subyace, en muchos casos, detrás de una supuesta protección al menor. El propio Constitucional asegura que «basta la posible existencia de un (teórico) riesgo de alteración de la personalidad del hijo, en razón a un comportamiento socialmente indebido de su progenitor, para restringir la relación de este con su hijo.» Otra vez el comportamiento, los corsés sociales, antes que el interés del niño. Además ¿quién decide qué es «socialmente indebido»?

El problema no es del padre o de la madre transexual, ni mucho menos del niño, usado por la Sociedad como arma arrojadiza contra lo «socialmente incorrecto». Tampoco son responsables los compañeros de ese niño, los que podrían reírse o burlarse de él. El culpable es la ausencia de educación en el respeto a los demás, en la libertad individual, en la defensa del principio ético de la Igualdad. Y si un colegio no sabe educar en estos valores humanos, entonces la culpa es del colegio. No de una persona como Laura que, con todo lo que implica, ha dado un paso al frente asumiendo sus miedos, su verdad, y tiene todo el derecho a ir por el mundo sin disfraz ni tapadera.

Educar en la discriminación, de cualquier tipo, sólo habla mal del proceso educativo. Mal de una Sociedad que ha errado los principios educacionales. Esos que, bajo ningún concepto, pueden poner en cuestión la dignidad de un padre y la relación con su hijo. Sea un padre heterosexual, transexual, bisexual o monje benedictino. Porque la realidad, tozuda, enseña que la inmensa mayoría los padres y las madres se rompen el alma para dar a su hijos lo mejor. Por encima de todo.

Se justifica la segregación en una “defensa del niño”. No. Defender a un niño es darle armas y certezas, es enseñarle a estar orgulloso de ser quien es y lo que es, a sentir orgullo de unos padres que siempre le hablan con el corazón. Los padres somos imperfectos, sí, pero somos SUS padres. Para ellos los mejores padres del mundo. No se les puede traicionar.

Defender al niño es darle amor. Y exigir de la Sociedad el respeto debido. A todas y a todos. Niños, niñas, mujeres y hombres. El interés superior del menor sólo tiene una defensa real: la verdad, pura y limpia, reflejada en los ojos de un chiquillo. Esa verdad con que los padres debemos dirigirnos a nuestros hijos.

Para caminar a su lado, primero.

Para que puedan caminar solos cuando se suelten de nuestra mano.

Para que puedan mirar al futuro con confianza, seguros de sí mismos.

Seguros de saber quienes son.

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