Una familia igual pero diferente. Los avances en fertilidad permitieron ser padres a dos hombres, gracias a la ovodonación y a las madres subrogantes. Pero lo esencial es el amor y las ganas de crecer que ellos han tenido luego de 18 años juntos.
«Vos sos la mamá, no?”. Disparó la pregunta una empleada del consulado argentino en Mumbai, India, y en un primer momento nos dejó perplejos. El destinatario era uno de nosotros que le daba la mamadera a nuestro hijo, mientras el otro llenaba los formularios del trámite de su pasaporte para traerlo a la Argentina, días después de su nacimiento. Sin dudas, ella conocía perfectamente nuestra situación. Probablemente, su interés no fuera malintencionado y apuntara a otra cosa: ¿cuál de nosotros, ambos hombres de 46 años, iba a ocupar el rol de madre en esta familia que estábamos formando? Cuando salimos de la sorpresa, comprendimos el alcance de algo que jamás nos habíamos planteado en esos términos y le contestamos con total convicción: “Los dos somos sus papás”.
Estamos en pareja desde hace 18 años y el deseo que cada uno tenía de ser padre, entre tantas otras felices coincidencias, surgió desde nuestros primeros encuentros y se expresó sin temor en aquellas charlas iniciales donde íbamos conociéndonos. A los treinta años, nuestra sexualidad no formaba parte de las preocupaciones del momento; éramos aceptados sin cuestionamientos por las familias y el entorno respectivos. Tampoco dudábamos de nuestro destino profesional de científicos, elegido tempranamente: Hernán, arqueólogo; Rolando, físico. Lo que anidaba en ambos y nos llenaba el corazón de ganas y de dudas era ese deseo íntimo, de tan difícil realización.
A los amigos con hijos siempre les preguntábamos qué sentían y todos nos contestaban menos con palabras que con sonrisas de felicidad. Aunque la respuesta hubiera sido otra, cada uno necesitaba vivir esa experiencia. Con la consolidación de la pareja, se transformó en un anhelo de dos, en nada diferente del que surge entre un hombre y una mujer, más allá de la imposibilidad biológica de procrear en forma directa: formar la familia propia, trabajar duro para construirla cada día, afrontar los riesgos y disfrutar los logros de un vínculo cimentado en el acto de amar y ser amados, dando vida.
Pero, ¿cómo íbamos a hacerlo?
Si bien la adopción era una alternativa, nos ilusionaba la posibilidad del hijo propio. Por eso, como quien ansía el descubrimiento científico que traiga la cura para una enfermedad, vivíamos a la expectativa de los avances en materia de fertilización asistida. Mientras tanto, intentamos otros caminos.
Transitamos un derrotero diverso e intrincado en busca de la paternidad.
Así como nosotros queríamos ser padres, suponíamos que debía de haber parejas de mujeres lesbianas que desearan ser madres. ¿No cabía allí la posibilidad de una asociación, cada cual aportando lo suyo? Evidentemente no, la experiencia nos mostró que esas parejas querían un hijo sin padre o con uno que cumpliera una mera función nominal o social. Y nosotros queríamos un hijo para criarlo a tiempo completo.
De esos fracasos volvíamos infelices, pero no derrotados.
El deseo empujaba cada vez con más fuerza pero los impedimentos continuaban desde todo punto de vista. El procedimiento de gestación sustitutiva –por el cual se realiza una fecundación in vitro con los espermatozoides del hombre y los óvulos de una donante para la obtención de un embrión que luego es implantado en el vientre de otra mujer– ya se practicaba en los Estados Unidos. Pero un becario del Conicet y el empleado de una empresa importante –pero empleado al fin–, ¿cómo iban a afrontar los 240 mil dólares que costaba el tratamiento en esa época? No éramos Ricky Martin ni Ricardo Fort. Y por otro lado, en la Argentina todavía no existían leyes que nos ampararan.
Si las ganas no flaquean, en estas cuestiones el tiempo suele ser el mejor aliado. Otros países empezaban a implementar este tratamiento. En el horizonte, apareció India con elevadas tasas de éxito y un encuadre legal más simple y menos burocratizado que reducía los costos del tratamiento. Tomamos contacto con varias clínicas de fertilidad hasta que tomamos la decisión y en mayo de 2012 viajamos a India para entregar nuestras muestras.
La clínica coordinó todo el proceso con una sincronización extrema. Desde el punto de vista legal, India establecía claramente nuestros derechos y los de la mujer subrogante.
A diferencia de los Estados Unidos, en India rige el derecho de sangre y no el de suelo. Esta diferencia es sustancial porque implica que l a mujer gestante no posee derechos parentales y por ende no es necesario que una Corte se los suprima para otorgárselos a los padres comitentes como en el sistema norteamericano. Esto implica además que los niños nacidos por gestación sustitutiva no reciben la nacionalidad india, porque al no existir vinculo biológico entre el bebé por nacer y la mujer gestante, esta no le transfiere ciudadanía.
Lo único que faltaba era que Argentina reconociera como ciudadano a nuestro futuro hijo y le extendiera el pasaporte que le permitiría salir de India. Por entonces las leyes en nuestro país habían cambiado. Sin embargo, el trámite de inscripción del nacimiento requirió intervención judicial para lo cual contamos con el patrocinio legal de la Federación LGBT, la experiencia de Flavia Massenzio en estos temas y el apoyo de la legisladora María Rachid. También recibimos soporte y colaboración de la Cancillería, el consulado en Mumbai y la propia Embajada en Delhi. Una vez en Argentina se completaron los trámites y hoy nuestros hijos llevan nuestros apellidos. Somos felices copadres.
Hubiéramos querido permanecer en Mumbai, acompañando la gestación de nuestro primer hijo, pero la vivimos desde Buenos Aires, a través de Skype y de los informes que la clínica nos enviaba mensualmente. Y como una demostración más de que la vida se resiste a ser programada, el parto se adelantó y recibimos la noticia de su nacimiento en el aeropuerto de Heathrow, en Londres, en la escala del vuelo que nos llevaba a la India. Eramos dos hombres grandes que se abrazaban y lloraban de alegría frente a la mirada impasible del resto de los viajeros. Broma del destino: diez meses más tarde, repetiríamos la escena exactamente en el mismo sitio, al enterarnos del nacimiento anticipado de nuestro segundo hijo.
En verdad, cambios en la legislación india precipitaron su concepción que, para nosotros, ya era una decisión tomada: queríamos otro hijo que proviniera, además, de la misma donante. Fortalecer el vínculo entre los hermanos, más allá de nosotros, nos pareció otra manera de protegerlos. Y en el futuro, suponemos que al ser dos, les resultará más sencillo procesar esta historia en común.
¿Cuándo empezamos a ser padres? ¿En el momento en que los alzamos por primera vez o durante el arduo camino recorrido para llegar a ellos? Es difícil saberlo y a estas alturas no interesa, porque con la primera mamadera, el primer llanto, el primer cólico y el primer desvelo desarrollamos un instinto de protección y cuidado que se suele creer sólo es prerrogativa de las madres.
Los inicios fueron duros, como los de cualquier pareja primeriza. En nuestro caso, complicados por el hecho de que en nuestros respectivos empleos no gozamos de licencia por paternidad (en verdad, apenas dos días) ya que en la Argentina sólo se la reconoce a la madre. Vivíamos con angustia la separación que nos hacía regresar apurados y ansiosos por conocer las novedades del día.
Aprendimos a administrar el tiempo, a no pasar juntos toda la noche sin dormir para que uno de los dos tuviera resto al día siguiente. También alternamos nuestros horarios de trabajo para que siempre hubiera alguien con el bebé, e incorporamos la invalorable ayuda de Gabriela, que vino a trabajar en casa. La alimentación y la higiene se transformaron en temas prioritarios: cambiamos los pañales antes de dar la mamadera (como nos enseñaron en India) para que estén bien despiertos a la hora de comer. Y en la época de los purecitos y los sólidos, nos preocupamos porque la comida les resulte tan sabrosa como nutritiva. Las abuelas se ocupan de que no falten postrecitos caseros.
La familia vivió con emoción todo el proceso, pero Floresta, nuestro barrio, nos sorprendió con una algarabía inusitada. Vecinos de todas las edades se acercaron a felicitarnos y siguen de cerca los progresos de nuestros chiquitos que hoy tienen 17 y 7 meses.
“Van a ser muy buenos padres”, nos decía el tapicero, un señor mayor, mientras nos estrechaba efusivamente las manos. La sinceridad de ese gesto, como la de tantos otros, nos desarmó.
Se preguntarán cómo habremos de contarles a nuestros hijos su origen. Hemos armados dos álbumes: dos libros que contienen esas fotos que no deben faltar, y a las que les agregamos textos sencillos que las explican. Hay imágenes de nuestra donante en los álbumes de los chicos. También de las dos mujeres que los dieron a luz y de los profesionales que las asistieron. Desterramos de nuestro vocabulario la expresión “alquiler de vientre”, porque no hace justicia a todo el proceso por el cual la mujer atraviesa durante la gestación, donde pone todo su cuerpo, su voluntad, su disposición. Que ellas tengan rostros identificables para nuestros hijos, nos parece fundamental.
En estos casos de gestación sustitutiva, se estila realizar tras el parto una pequeña e íntima ceremonia, muy importante desde lo simbólico. Consiste en entregar regalos para la gestante y sus hijos (la legislación india establece que la mujer sea casada y tenga hijos propios, como condición para la subrogación). De todos estos momentos, atesoramos fotografías que serán un legado para nuestros niños, un mensaje claro y amoroso acerca de cómo llegaron a ser quienes son. No habrá huecos ni puntos oscuros en relación con su identidad, que irán conociendo en la medida de sus requerimientos. Amor y verdad son los dos pilares sobre los que pretendemos edificar nuestra familia.
No seríamos honestos si afirmáramos que no nos preocupa que puedan ser discriminados en la escuela, que les pregunten por su madre, que sientan ese vacío. Es un riesgo al que habremos de enfrentarnos, como a tantos otros. Confiamos en que haciendo visible nuestra copaternidad como un nuevo tipo de familia posible, las barreras del prejuicio serán poco a poco derribadas con una comprensión similar a la que encontramos en el barrio.
Habrá que explicar, claro, porque lo nuevo siempre despierta sorpresa y curiosidad. Como cuando vamos al supermercado y nunca falta el comentario “se ve que las mujeres los agarraron de niñeros”. La respuesta va modificando el gesto en los rostros de nuestros interlocutores: las cejas se arquean, las bocas se abren y ensayan una sonrisa mientras nosotros, inflando el pecho, empujamos orgullosos los carritos hacia la hilera de cajas.
Reportaje publicado en Clarín