Emocionante carta de un padre gay a su madre recientemente fallecida

23.30 horas. Mi madre ha muerto. Los años eran muchos, muchos. Sin embargo no han sido los años, ha sido el cáncer. Dos. El primero lo resolvió con entereza y sobrada dignidad. El segundo me la ha quitado. Nos la ha quitado. Ha muerto sedada y rodeada de los suyos. Como ella quería.

Tres noches antes de morir, cuando ya estaba casi apagada, mientras la tapaba con la sábana, me susurró: «Alonso«. Llamé a mi hijo. Vino corriendo y saltó sobre la cama para besar a su Manana. Su pequeña mano no dudó en acariciar su cara, sin miedos, pese a la imagen de dolor que ofrecía. Con amor. Ella lo adoraba. Él la sigue adorando.

Antes de sedarla se despidió de ella, pero no la lloró hasta dos días después de fallecer, hasta que no aceptó que era para siempre. Que su Manana no le hablaría nunca más. Se abrazó a mi marido y a mí y la pena salió. Limpia, pura. Como es la pena de los niños. Como debe de ser para que ellos guarden recuerdos y puedan, con todo, seguir jugando al futbol cada tarde.

Mi madre se ha ido con un deseo sin cumplir: decirle a ella, mirándose en sus ojos, cuán importante era en todos sus días.

Fueron muchas las veces que se me quejó de su mala salud, esa que no le permitía tomar un avión y volar a California. A conocer a Kara, la mujer que hizo posible que ella tuviese su último nieto. La mujer que, sin ser su madre, gestó a su niño. Se ha quedado con las ganas de poder besarla, abrazarla y decirle cuanto la quiere. Cuánto la quería.

Se han visto en fotos, eso sí. Han intercambiado frases a través de las redes sociales. Pero le faltó hacer algo que le gustaba mucho: besar. Mi madre besaba continuamente. Al levantarse, al acostarse, al salir, al entrar, al porque sí y al porque también, ella pedía y daba besos. Le parecía una de las mejores muestras de amor. No pudo dárselos a ella. Sí se lo dijo. Y Kara sabe que mi madre la respetaba y estimaba. Mucho.

Pensaba que yo reconstruiría mi vida con una mujer y tendría hijos. Pero me casé con un hombre y tuve un hijo. Creo que seguir caminos habituales no es lo mío. Y acabó por no ser lo suyo. Cuando ni podía imaginarlo, cuando era algo que no figuraba en su horizonte, de nuevo volvió a tener un nieto sentado en su regazo.

Con frecuencia, al hablar de familias lgtb+, olvidamos a unos protagonistas fundamentales en la vida de nuestros hijos. Las abuelas. Los abuelos. Esos que un día se levantaron asumiendo -de mejor o peor grado- que la vida es realmente de color arcoíris. Los que aceptaron que no jugarían con nietos porque su hija, su hijo, era gay o era transexual, o era… bueno, era cualquiera de las variantes no heteronormativas. Abuelas y abuelos a los que, tanto la tradición judeocristiana como la ortodoxia reaccionaria de izquierdas, les enseñaron que sus hijos e hijas no son iguales que los demás y, por tanto, no tienen iguales derechos. Como los reproductivos. Pero somos iguales y tenemos derechos. Mi hijo, vuestros hijos, vuestras hijas, son la prueba. Y hay que decirles a nuestras madres y padres que la infertilidad no es una de las facturas a pagar por ser diferente, que no tienen que renunciar a malcriar nietos por tener un hijo o una hija que se sale de lo normal, que sí, que se puede. Que serán abuelas y abuelos por una u otra vía porque, por suerte, hoy hay muchas. Sea por método ROPA, gestación subrogada, inseminación, adopción de embriones,… sea por uno u otro camino, es posible. Como posible es que puedan preguntar a sus hijos, como tantas otras familias, eso tan clásico de «¿cuándo nos vais a hacer abuelos?». Lo que, bien mirado, es una señal de normalización de primera magnitud.

Mi madre se crió en una España católica, apostólica y romana, bajo la tutela de un padre conservador que no veía bien que su única hija se enamorase de quien luego fue mi padre, ese gran hombre al que mi abuelo acabó queriendo y convirtiendo en apoyo de su vejez.

Mi madre evolucionó -posiblemente a más velocidad de la que hubiese deseado- y pasó de no entender nada cuando le dije que era gay («Pedro me ha dicho que es light«, le confesó a mi hermana horas después de mi salida del armario) a vestir sus mejores galas para mi boda; a caminar feliz del brazo de mi marido; a esperar emocionada y nerviosa, en el  aeropuerto de Barajas, la llegada del menor de sus nietos; a sacar las fotos de mi familia para enseñarlas, orgullosa, a sus amigas de rezos y comunión. Porque ella era muy de misa. Y allí, tras la oración, mi madre hizo escuela. De su grupo de amigas, otra acabó contando que su hija la haría pronto abuela. Como madre sola. Por elección. «Porque ella ha querido«. Y les explicó que se había ido a una clínica y le habían hecho «lo que fuese» y se embarazó y ella tendría una nieta. Y, como mi madre, se acostumbró a enseñar las fotos de su familia, de su niña, nacida gracias a la ciencia –y gracias a Dios– presumiendo de los nuevos tiempos.

No sé qué os parecerá, pero a mi imaginar a aquel grupo de mujeres casi ochentonas, saliendo de misa y sentándose en la valla de la plaza de mi pueblo, bajo la sombra centenaria de la Iglesia Parroquial de San Juan Evangelista, compartiendo fotos e historias sobre nuevos modelos familiares, me parece una visión hermosa, muy hermosa. Y me hace pensar que el futuro puede ser salvado. Por el amor. Un amor que hace que abuelas y abuelos eduquen al mundo más allá del qué dirán, de los prejuicios o las tradiciones, del miedo y la incomprensión.

Mamá, Alonso dice que nunca, nunca, se va olvidar de su Manana y que quiere una foto tuya en su habitación. «Pero no de ahora, de antes, de cuando estaba bien e iba al colegio a recogerme«. De cuando se sentaba tras de ti y te masajeaba la espalda y te decía «¿estás bien, Manana?«.

Mamá, no vas a morir en nuestra memoria. No te vamos a olvidar. Nadie. Tampoco Kara, a la que por fin podrás dar un beso liviano antes de dormir. Porque ahora puedes volar adonde quieras.

Buenas noches, mamá. Te quiero.

Te queremos.

Un beso.

No. Uno no. Muchos, muchísimos.

De parte de todos.

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