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Carta de un padre gay a un obispo homófobo

Casimiro López Llorente, obispo de Segorbe Castellón, ha comenzado el año 2014 no sólo atacando el matrimonio igualitario, sino que también criticando a los hijos de familias homoparentales. Mientras responsabiliza al primero de la destrucción de la familia, describe a los segundos como niños con graves perturbaciones en la personalidad, propensos a desarrollar conductas violentas.

Pedro Fuentes, casado con un hombre y padre de un niño de tres años, responde al obispo:

«Monseñor: en mi pueblo, para la gente que es baja, sea de clase o de conducta, se usa un término simple, persona mala, que es distinto de ser mala persona. Y lo digo en razón de una carta en la que usted ha denigrado a unos niños, justo cuando la palabra amor impregna cada una de las homilías que se escuchan en iglesias y catedrales.

Sus palabras, obispo, suenan como una bofetada en pleno rostro. Son palabras inaceptables, aunque al revestirlas de asertividad pretenda darles un lustre del que carecen.

Dice que el matrimonio entre personas del mismo sexo es la base «para la destrucción de la familia» y tiene entre sus efectos «el notable aumento de hijos con graves perturbaciones de su personalidad».

Sólo se me ocurren tres posibles razones para tales afirmaciones.

La primera es que se apoye en evidencias. Pero eso no es posible: no las hay. Le podría dar múltiples referencias de artículos publicados en revista médicas, bioéticas, psicológicas o psiquiátricas (revista de gran factor de impacto, por si le interesase ese dato), que muestran que no hay diferencias entre los hijos de homosexuales y heterosexuales, entre hijos de una familia tradicional y de una familia no tradicional, que diría usted. No las hay, pero sí señalan los estudios una tendencia (no significativa, cierto es, pero tendencia) a un mayor compromiso de esos niños para con los Derechos Humanos y en la defensa del débil, hacia el cual muestran más empatía. Los investigadores concluyen que es debido a su crianza en un ambiente familiar que inculca esos valores, dado que todavía sus padres han de defender sus derechos, los DDHH, casi todos los días, como hoy hago yo. Lástima que a usted no se le educase en esos valores y esa defensa.

La segunda es que hable desde la propia experiencia. Deseo que no sea el motivo y, si lo fuese, lo lamento. Vivir en una familia que destroce a un niño debe ser horroroso y si, más de 60 años después, las heridas siguen sangrando, es que fueron muy profundas. La violencia en la familia es nefasta. Pero los dolores propios no pueden servir de excusa para causar dolor a otros. Deben ser motivo para defender al hombre, no para criminalizar sin causa.

La tercera es la impudicia en la palabra. El hablar por hablar, para causar daño y dolor, para crear una base ideológica desde la que atacar a otro porque es diferente. Porque no vive como yo deseo. En esto hay que reconocer la existencia de una gran tradición. Baste recordar con qué facilidad se pasó del “no juzguéis y no seréis juzgados” a la Santa Inquisición, que amén de juzgar, se encargó de saquear, torturar y matar a miles de personas. Pero, señor obispo, aunque lo desee, la Edad de Hierro del Papado no volverá, ni el esplendor del Poder Temporal, ni usted podrá llevar sus oropeles a pasear por sus tierras recibiendo la pleitesía de la plebe.

El respeto se gana, no lo otorga ni un anillo ni una mitra. La Iglesia ha ido olvidando las bases que la formaron y el episcopado se ha desnaturalizado tanto que ya nadie recuerda las palabras de la Primera Epístola a Timoteo: «Si alguno anhela obispado, buena obra desea. Pero es necesario que el obispo sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, prudente, decoroso, hospedador, apto para enseñar; que no sea dado al vino ni amigo de peleas; que no sea codicioso de ganancias deshonestas, sino amable, apacible, no avaro; que gobierne bien su casa, que tenga a sus hijos en sujeción con toda honestidad; pues el que no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo cuidará de la iglesia de Dios?” 

Marido, prudente, amable, hijos… son verbos hermosos. Usted, que  no ha formado una familia (vivir en familia no es formarla), en vez de conjugarlos, se permite opinar y, con atrevimiento, dañar.

Defienda su modelo de familia o de sociedad, pero respete, como desea ser respetado, los otros modelos.

Y si quiere hablar de niños en riesgo, vuelva la vista a los cientos de ellos que en España pasan hambre todos los días, HAMBRE, obispo, mientras millones de euros vuelan a las manos de los ricos sin que resuene en los palacios episcopales el látigo con el que Jesús arrojó a los mercaderes del templo.

A nadie le voy a permitir que falte al respeto a mi hijo. Ni por cómo ha nacido ni por ser hijo de quienes es. Con sus palabras, señor, le ha faltado al respeto a él y a miles de niños a los que ni conoce ni, obviamente, proyecta conocer. Ha faltado al respeto a miles de familias de las que no sabe nada porque ni las entiende ni tiene un alma limpia para acercarse a ellas. La concupiscencia, la lascivia en la palabra, es un gran pecado, sobre todo cuando hace daño a inocentes.

“De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis á uno de estos mis hermanos pequeñitos, á mí lo hicisteis «. (Mt. 25, 40)

Esa es mi esperanza: saber que, antes o después, Ilustrísima, usted comparecerá ante Él. Saber que Él le mirará a la cara. Saber que Él le arrojará a ella Su desprecio. Porque ser Obispo nunca puede significar hacer daño a uno de estos mis hermanos pequeños.

A mi marido y a mí, Dios nos ha dado un hijo. Que usted no haya entendido eso sólo demuestra lo lejano que está de Él.

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