La «indecencia» de permanecer indiferente a la homofobia

Me pregunta un amigo: “Eduardo ¿no crees que estás demasiado comprometido con los homosexuales?”. No entiendo la pregunta o, mejor dicho, la entiendo perfectamente porque la sociedad te enseña desde niño a comprender esos mensajes sutiles: es una forma de decir que no “pasa nada” si hay homosexuales, pero defender su causa de manera ostensible es una manera de señalarte a ti mismo como homosexual. ¡Hasta ahí podíamos llegar!

Un hombre de verdad nunca compartiría imágenes de otros hombres ni flores de colores ni otras mariconadas. No te comprometas tanto, que puedes ser señalado a fuego, y ese fuego, hecho de discriminación y odio, abrasa todo a su paso. Son los viejos temores de los heterosexuales, principalmente de los que estamos en un segmento de edad determinado.

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Históricamente, los derechos de cualquier colectivo minoritario o no se han contemplado en la ley o no han avanzado en la sociedad porque los “normales”, las mayorías, en definitiva, han permanecido indiferentes ante el dolor de las personas pertenecientes al grupo discriminado. La sociedad no se levanta desde la comodidad, sino desde el sufrimiento y las dificultades, que desde el punto de vista práctico son motores más poderosos para iniciar un cambio. El miedo a ser señalado como homosexual ha sido paralizante para los heterosexuales y terriblemente eficaz a la hora de perpetuar el hetero-patriarcado. No levantarse contra una injusticia es una forma de reconocer que no se considera al que la padece como depositario pleno de derechos, con todo lo que esto significa.

Lo siento, pero he conocido en profundidad demasiadas experiencias de sufrimiento de amigos y conocidos homosexuales como para permitirme el lujo y LA INDECENCIA de permanecer indiferente. El rechazo familiar, el rechazo social (vecindario y trabajo) y el acoso escolar son algunos de los infiernos a los que de forma COTIDIANA se enfrentan los homosexuales.

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A ver si los heterosexuales, los valientes machitos, tenemos el coraje de enfrentarnos a algo así. Como ursulinas corriendo a los brazos de mamá. ¡Oh, no! Me diréis, ya no son agredidos o insultados por las calles ¡cómo antes sucedía! Es cierto, lo que ocurre es que de eso a estar integrado hay un trecho que de trecho tiene poco porque a veces es un espacio del tamaño de un desierto muy, muy difícil de atravesar. Sí, hay una distancia enorme entre ser “tolerado” y ser realmente aceptado.

La misma que existe entre ser respetado y ser amado. Por poner un ejemplo ¿de verdad pensáis que los inmigrantes que por millones viven en España son felices por el hecho de estar “integrados”? Que el sistema económico te reciba con los brazos abiertos por su propia necesidad y supervivencia no significa que la sociedad en la que vives te acoja, te respete, te acepte, te ame. O no veis que los españoles y los inmigrantes apenas tratan entre ellos en determinados barrios, más allá de las relaciones de respeto mutuo necesarias para una convivencia no violenta.

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Repito, si todos nos enfrentásemos a los excesos e injusticias que sufre un determinado grupo como si la agresión la hicieran contra nosotros mismos, otro gallo nos cantaría. Con frecuencia, en las manifestaciones feministas a las que he asistido en España he podido ver muchas más mujeres que hombres…hasta el punto de que he llegado a pensar que no hay hombres en Madrid, porque una proporción de 30 a 1 no es fácil de explicar, salvo que no exista ninguna preocupación real, más allá del discurso políticamente correcto, por los derechos de las mujeres entre los hombres. Lo mismo ocurre en Brasil: hace un par de meses dos vecinas me advertían horrorizadas que esa tarde se produciría una manifestación en nuestro barrio, Aldeota. ¡Cómo! Las hordas comunistas aquí, reclamando derechos en el corazón de Meireles. ¿Han visto en qué estado se encuentran nuestros transportes, nuestros hospitales, nuestras escuelas? Me apresuré a preguntar. Eso de “nuestros” …en fin. En Brasil, la clase alta no ve en lo público nada de lo que enorgullecerse, al contrario de lo que ocurre en España con nuestra sanidad pública. -Estaré en la manifestación en primera línea-finalicé.

Sobre el racismo, nada como padecerlo para descubrir un horror del que te creías a salvo: a mediados de julio del pasado año, la hija de unos amigos regresó de un campamento de verano en Inglaterra solo tres días después de haber iniciado una experiencia que debería haber sido gratificante e inolvidable. La niña tiene 11 años, por alguna cuestión que desconocemos sus compañeras inglesas la tomaron con ella y la llamaban “gorda camarera española”. Sus padres, dos de las personas más racistas que conozco se mostraron terriblemente indignados e hicieron la correspondiente denuncia, respondida en términos impecablemente correctos por el colegio británico (los ingleses son muy suyos, ya lo sabemos). Su denuncia no tiene un carácter moral, me explico: no se sienten indignados porque exista racismo en el mundo y porque esta lacra infrinja un dolor inimaginable en millones de personas, sino porque una niña rubia de clase media alta-una privilegiada que debería estar fuera de esos padecimientos por su pertenencia a la élite-haya sido tratada tal como ellos tratan a los negros, a los magrebíes o a los sudamericanos, aunque, claro está, no plasmaron esta despreciable idea en su denuncia.

En fin, que ese dolor enseñe a la niña a no infringirlo a ninguna otra persona en ninguna circunstancia. No existe nada más bello que la palabra ACOGIDA, lo sabes cuándo buscas refugio.

Es muy cómodo pertenecer a una mayoría: no estoy hablando de la tendencia egoísta a contribuir-de forma activa o pasiva-a conservar un orden social que nos favorece como miembros privilegiados del colectivo dominante, sino de la incapacidad, al menos parcial, que tenemos de comprender determinados sufrimientos quienes, precisamente por pertenecer al grupo privilegiado, no podemos experimentarlos de la misma forma. Yo puedo entender intelectualmente el dolor de una persona negra que sufre racismo, pero no puedo experimentar (interiorizar) ese sufrimiento exactamente como ella porque no soy negro. No he padecido las mismas vivencias de discriminación y racismo desde niño; no he sido rechazado en ningún grupo por el color de mi piel; no he sentido el profundo dolor derivado de no sentirme ni aceptado ni integrado por algo tan inmutable como mi pertenencia a una raza (esta última distinción me parece importante porque lleva a algunas personas a padecer complejos de culpa por algo que no pueden cambiar).

Y si no he sentido todo eso en la misma medida, no puedo decir que comprenda ese racismo en su totalidad. Lo mismo podemos decir en el caso de los homosexuales: quien no ha experimentado el desgarrador y brutal trauma que produce ser apartado, ser discriminado, NO ser amado, no ser aceptado, no contar, no sumar por la sola condición sexual, lo siento, pero no CONOCE en profundidad el problema de ser homosexual en una sociedad pródiga en fobias y pobre en amores.

Hay que tener el coraje de elaborar ideas que cuestionen todo lo que conocemos y aceptamos como normal, principalmente si esa “normalidad” choca directamente contra la ética. Hay que tener el valor de salir de la comodidad y de una concepción “correcta” del mundo para entender otras realidades, para desencajarse del mundo en pos de una sociedad más justa y humana. No, nunca estamos “demasiado” comprometidos con una causa porque nuestro deber, precisamente, es defender las causas justas. Detrás de toda discriminación hay historias individuales de sufrimiento intenso que no nos pueden dejar indiferentes. Es esa indiferencia, insisto, la madre de la perpetuación de las injusticias. El padre es el miedo a ser señalado, algo muy enraizado en las sociedades machistas. Por eso los machitos estamos siempre en el constante alardeo de ver quien mea más largo, porque cuanto más apuntamos a los demás, menos posibilidades hay de que los cañones giren hacia nosotros.

por Eduardo Luis Junquera Cubiles.

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