Como gay pensé que solo podía ser tío, hasta que cumplí mi sueño de ser padre

Llegué a Madrid a principios de 1982. Mi primo, mas hermano que primo, quiso que viviera con su familia y para Vallecas fui. Las mellis –sus hijas, pero siempre mis niñas– ya eran increíblemente grandes y, durante mis primeros meses en la capital, en su casa, entre ellas y yo fue naciendo un lazo que hoy sigue igual de vivo. Como vivas siguen aquellas noches en que, al despertarse sin hora ni motivo, acudían a mi cuarto, se acurrucaban en mi cama y se dormían a mi lado regalándome su respiración, cálida y tranquila. Aquel año fue también el del nacimiento del primero de mis sobrinos. Al que siguieron más. El olor, el calor y la emoción de  cada uno de ellos son parte de mi historia. Y es que, a partir de ahí, mi vida se fue llenando, año tras año, de niños y de niñas que ocuparon mi corazón, mis días. Con ellas y ellos he jugado, llorado, reído, sufrido…. y recorrido parques de atracciones, zoológicos o, por estas fechas, el centro de Madrid, con sus aglomeraciones, su frenesí y sus cosas de peques. Durante muchos años, cuando hablaba de mis sentimientos hacia ellos, lo solía resumir en una frase. “Son lo más parecido a un hijo que nunca tendré”.

Fueron buenos años. Irrenunciables. Pero en el fondo quedaba siempre esa pequeña laguna más oscura. Los quería como a hijos, me querían como a un padre. Pero ni eran mis hijos ni el padre era yo. El amor a ellas y ellos era y es enorme, pero eran y son los hijos de otros.

El 9 de diciembre no hubo clase. Yo pedí el día libre para estar con mi hijo. Después de desayunar, tomamos el metro y nos fuimos a Sol. Calles llenas de gente, de bullicio; luces de colores apagadas a esas horas, pero todo vivo y en movimiento. Paseamos sin prisa hasta que decidimos ir a ver Cortylandia. Ya sabéis, ese grupo de monigotes articulados y cantarines que siguen atrayendo al pequeño público como un imán. Llegamos mucho antes de la hora y pillamos un hueco cerca de la pared, frente al escenario lleno de ratones tejedores y artículos de costura, esperando la hora exacta de la actuación….

–Cada 30 segundos, mi hijo pregunta “¿cuánto queda, papi?”. El reloj se mueve perezoso, pero todo llega y de pronto los muñecos empiezan a moverse. Los niños –y no tan niños- tararean una canción que lleva sonando muchos años en este mismo lugar. Coloco a Alonso  sobre mis hombros y lo noto bailar al ritmo de la música. Sus manos se aferran a mi barbilla, vibrantes con la ilusión del momento.

De pronto soy consciente de lo que me rodea.

Hay muchos padres con pequeños subidos en borombillos. Como yo. Es… lo normal. No hay nada especial. Padres y madres con sus hijos. En brazos, en hombros, ayudándoles a guardar el equilibrio sobre poyos de piedra o barreras plásticas… Revueltos, alegres, inquietos…madres y  padres haciendo cosas normales de padres y madres normales. Hoy estoy haciendo lo normal. Soy un padre normal. Soy solo un padre más con su hijo.

Termina el espectáculo. La multitud se va dispersando, no sin dificultad. Acabamos paseando la Gran Vía, ahora peatonal, y mi hijo puede mirar otras perspectivas de la calle y de las esculturas que parecen brotar de los altos tejados. Me pide más. Ver más.

Nos vamos a la Plaza Mayor, llena de casetas que, desde musgo y luces hasta petardos o figuritas, venden de todo. Alonso quiere una bolsa de patatas fritas y, comiéndoselas, nos damos media vuelta y volvemos al metro. Al bajar las escaleras de acceso, levanto la vista y veo el reloj de Sol.

Dentro de unos días, pocos, sus campanadas marcarán el inicio de otro año y todos nos abrazaremos saludando el 2017 y sus esperanzas intactas. Sonrío y, antes de perderlo de vista, le lanzo un guiño animándole a traer un buen año.

Entramos en la estación envueltos por un rio de gente. Ya en el vagón, Alonso se agarra a mis piernas y pide que me agache. Al hacerlo me da un beso en la mejilla. Solo atino a pensar ¡lo adoro! Me incorporo y de nuevo me digo: Esto son cosas normales. Cosas de padres.

Cosas que madres y padres llevan haciendo años, pero que muchos no habíamos podido hacer. Cosas que muchos, aún, ni se atreven a soñar por si sus sueños vuelan hechos añicos. Pero hay que soñar. Porque «Todo parece imposible hasta que se hace«.–

Cuando las campanadas del día 31 traigan un nuevo año, y todos nos deseemos felicidad y buenos deseos, voy a pedir algo muy especial. Algo mágico. Algo único y exclusivo. Pediré, para todas y todos los Ovejas Rosas de este mundo, que 2017 les traiga cosas normales.

Cosas de madres. Cosas de padres.

Cosas tan corrientes como sentir el peso de un hijo sobre los hombros mientras se escucha una canción de navidad.

¡Feliz 2017!

 

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