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Celebramos el décimo aniversario del matrimonio igualitario

La palabra hablada suele ser víctima de la brisa y el viento, siendo arrastrada al olvido más antes que después. La palabra escrita, por el contrario, es una herramienta poderosa. Con ella se cincela el pasado, se organiza el presente y se puede condicionar el futuro. Bastan cuatro o seis palabras para cambiar el ciclo de la historia, para cambiar la vida de miles de personas. Para encumbrar la Igualdad.

Este mes de julio se cumplen 10 años. La relatividad del tiempo hace que parezcan muchos más, pero sólo han sido 10 años. El día 3 de julio de 2005, siendo Presidente del Gobierno J. L. Rodríguez Zapatero, el Boletín Oficial del Estado publicaba una modificación del Código Civil español: la Ley 13/2005. Una reforma pequeña, pero que hacía caer en cascada decenas de disposiciones segregadoras y leyes que habían destruido a muchas personas. Decía el BOE:

El Código Civil se modifica en los siguientes términos:

Uno. Se añade un segundo párrafo al artículo 44, con la siguiente redacción:

«El matrimonio tendrá los mismos requisitos y efectos cuando ambos contrayentes sean del mismo o de diferente sexo.»

Simple. Rotundo. Diáfano.

Al principio fue un goteo. Un reguero fino publicitado por la televisión, la prensa, las redes sociales.

Y era piedra de escándalo para muchos de esos que ven bien arrebatar casas y arrojar a la calle a chicos y grandes, pero ven mal, muy mal, que dos mujeres, que dos hombres se besen en los labios o, descaro mayor, que tengan hijos.

Pese a todo, la fuerza del cambio era imparable. Un dique había reventado con esas pocas palabras y España era un torrente que saltaba y reía y salpicaba perlas de luz por todos lados.

Su efecto fue un crescendo continuo. Cada mes, cada año, más parejas optaron por casarse. No porque así se amasen más; no porque fuese más fácil tener hijos (esa discriminación hacia la persona homosexual es una asignatura aún pendiente); no porque hiciese falta.

Los matrimonios se producían (se producen) porque apetecía y existía un deseo profundo de hacer que todo el mundo lo viese. Que se conociese y reconociese la enorme suerte de ser amado por la persona que se ama. Igual que llevaban siglos haciendo otros. Una posibilidad que a nosotros se nos había negado.

No fue fácil. Pese a  las modificaciones legales que ya se habían realizado en Cataluña o Navarra, pese contar con un apoyo cercano al 70% de los españoles, la resistencia a la nueva norma elaborada por el PSOE fue tan rancia como firme.

En junio de aquel año, en los debates en el Senado, aparecerían “expertos” que insultaban a la inteligencia calificando la homosexualidad de patología y de «trastorno emotivo», o aseverando, entre otras ligerezas, que gais y lesbianas provienen generalmente de familias con padres «hostiles, alcohólicos y distantes» y madres «sobreprotectoras» con los hijos varones y «frías» con las mujeres (cree el ladrón que todos los padres y madres son de su condición).

Tras la publicación de la Ley toda la oposición homófoba se lanzaba a la calle. Hubo nuevas manifestaciones, anatemas, amenazas. Aparecieron jueces y concejales negándose a casar a las parejas. Se presentó un recurso al Tribunal Constitucional para defender lo indefendible: la homofobia de los de siempre. Nada pudo frenar lo que la sociedad ya había sancionado mucho antes.

Desde aquellas fechas la aceptación del matrimonio homosexual, la igualdad que desprende la ley, ha impregnado todas las capas sociales y el año pasado se conocía, en un estudio realizado por un importante instituto de investigación sociológica (Pew Research Center), que España aparece a la cabeza de los países con mayor aceptación de la homosexualidad. Según este trabajo, tan solo un 6% de los españoles estima que la homosexualidad es “moralmente inaceptable”, el menor porcentaje de los cuarenta países del sondeo. Para el 93% de los españoles la homosexualidad es “moralmente aceptable” o ni siquiera es un problema moral.

Esto, todo esto, esta sociedad, este tipo de vida, esta dignidad de las personas, de las familias, el futuro mejor que ofreceremos a nuestros hijos, nacía ese día con esa ley. Que ha permitido que tantas familias españolas hayan podido casar a sus hijos con quien ellos querían. Que muchos estén recibiendo estos días su invitación a las nuevas bodas. La de los primos lejanos o el hermano preferido; la del hijo al que al fin hemos comprendido o la madre que un día abrió las ventanas para que entrara la luz. Será la boda de la vecina del cuarto o del compañero de colegio al que jamás “le notamos nada”. Será…

No, no creo que todo esté solucionado. La lucha no ha acabado. Noto la homofobia como la notamos todos. Incluso en lugares donde se habla de igualdad se discrimina según de qué “igualdad” se hable. Los delitos de odio no van a menos ni han decaído las asociaciones que nos llevarían a la cárcel como remedio imprescindible para mejorar la educación. Sin embargo sé (¡lo sé!) algo que ellos aún no han entendido. Que han perdido. Ahora y siempre y para siempre. Nada volverá a ser como antes de aquel julio de 2005.

Las piedras, al caer en un estanque, generan círculos concéntricos de ondas que crecen al alejarse de su origen. Eso es cada familia homoparental, cada pareja homosexual. Casados o no, según les dé la gana. Un centro de energía que modifica y cambia el ecosistema próximo. Nos atacan inútilmente. Esos círculos les acabarán afectando, envolviendo, rodeando. Están acabados. Patalearán su desesperación y creerán que logran algo salpicando su voz retorcida y sarmentosa. No. Nada. Nunca más.

La vida es un caudal impetuoso que se lleva por delante todo lo que está muerto, lo que no tiene raíces sólidas para anclarse y seguir creciendo. Creciendo como el amor.

El Amor en Igualdad.

A todos nosotros, hombres y mujeres, Felicidades por este aniversario. El de la risa y la alegría. El del matrimonio igualitario.

Un abrazo a todxs de todo corazón

Pedro Fuentes

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